domingo, 24 de noviembre de 2013

TENTACIONES

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No me gusta hacer fotos en los museos. Siempre había abominado de tal actividad. De hecho, yo las prohibiría. Pero en fin.

El otro día no pude resistirme ante lo que se me brindaba de esta manera,  y sin nadie alrededor del objetivo.

Por alguna extraña razón, todos los demás estaban a mi izquierda, y me dejaron ese hueco.
Nunca he tenido ninguna intimidad con La Gioconda. Las tres veces que la he visitado hemos estado muy acompañadas. Como todos los demás. Además, hay que verla de tal lejos y con cristales por medio, que pierde toda su gracia.
O casi toda.

Esta vez, la obra del maestro da Vinci, ese hombre tan especial que en su libro de cocina cuenta los mejores métodos para que un anfitrión pueda asesinar a alguno de sus comensales de manera discreta, estaba flanqueada por algo que al mismísimo Leonardo le habría encantado.
A sus dos lados, en la foto solo sale uno, lo siento, dos carteles idénticos. Dos figuras, una en negro, y otra en rojo. La de negro lleva un bolso en bandolera. La de rojo se está acercando peligrosamente al bolso. Unas palabras que alertan en varios idiomas sobre la presencia de carteristas, y les dicen a los incautos visitantes de la dama misteriosa que tengan cuidado, que mientras la contemplan, o le hacen la foto, alguien puede haber entrado al museo no para ver los cuadros, sino para hacerse con sus monederos.

O sea, que tanta seguridad para el cuadro más famoso del mundo. Tantas colas y demás, para verla de lejos, acristalada, y con dos carteles en rojo y negro stendhaliano que te advierten de que no seas pardillo.

La obra de arte y la vida cotidiana.
El gran artista y el raterillo en el mismo lugar.
Claro que antes, era el gran artista y los asesinos oficiales del duque. O sus envenenadores, que también los tenían los grandes señores del Renacimiento.
Al final, todo se queda en casa.